Hace unos años, en el IES Virgen del Castillo se editaba una revista donde publicaba una columna titulada «Desde la cornisa» y que están recopilados en una publicación de Issuu. Repasándola, he pensado que podía resultar interesante refrescar algunas de sus reflexiones aprovechando el principio de año y el próximo reinicio de las clases. Comienzo con esta entrada sobre la calidad educativa y seguiré con otra sobre el esfuerzo. Espero que puedan ser útiles.
Los resultados, esos datos que nos martillean de vez en cuando para plantearnos una realidad (más o menos cierta y que parece simple aunque siempre le salen con muchas aristas) tergiversada por ellos mismos, nos han venido a decir, que estamos muy mal y que, además, en algunos casos, empeoramos en vez de mejorar.
Ante estos resultados queda claro que NOS queda mucho por hacer, y más bien a largo que a corto plazo. Para ello, se cacarea la palabra CALIDAD, pero, ¿alguien puede definirla o concretarla? Parece etérea, imposible de alcanzar. Por citar las dos posturas extremas, por una parte, se dice que supondría esfuerzo y exigencia académica, con lo que se van a ir quedando por el camino aquellos que no puedan, por diferentes motivos, llegar a unos ciertos, subjetivos e indescriptibles “niveles”. Por la otra parte, se le daría más importancia a la equidad e igualdad de oportunidades, con lo que, por las deficiencias del sistema, se tiende a igualar por abajo. Parece difícil el acuerdo, político y social, y eso lo estamos pagando todos con el caos legislativo de los últimos años. Por otra parte, volcar la balanza hacia un lado u otro sería, en la primera postura, imposible con el sistema de educación obligatoria que tenemos, y si lo hacemos hacia la segunda, los resultados, lo estamos comprobando, pienso que no van a mejorar mucho desde el punto de vista cuantitativo.
La dificultad del equilibrio es la dificultad del acuerdo y de la esperanza de mejora a medio y largo plazo. Desde mi punto de vista, toda calidad o excelencia, otra maravillosa palabra, que pase por la exclusión, normalmente del más desfavorecido, no vale. Podríamos, si acaso, solucionar los tan famosos “niveles”, pero incurriríamos en una injusticia social flagrante y en una vuelta atrás que social y educativamente es completamente imposible.
La calidad educativa se tendría que definir como la educación que puede ofrecer a cada alumno o alumna lo necesario, según sus condiciones, para poder desarrollar una vida digna. Es decir, que en un mismo centro educativo se forme a alumnos y alumnas que puedan optar a un Premio Extraordinario de Bachillerato, por ejemplo, pero que también se pueda ofrecer una formación básica al alumnado desfavorecido, por motivos sociales, culturales o de aprendizaje, que les permita unas condiciones válidas de desarrollo personal. Si, además, el centro se convierte en una referencia formativa en valores, muchas veces contrarios a los hegemónicos en la sociedad, la calidad estará asegurada.
Por eso, pienso, que la calidad la tenemos que resolver entre todos, porque la educación es, indudablemente, cosa de todos: la administración, proporcionando más recursos humanos y alternativas formativas, más profesorado para tener menos alumnos por aula, más desdobles y más horas de atención personalizada al alumnado con problemas de aprendizaje, fomentando así de manera evidente la inclusión educativa; el profesorado, buscando estrategias educativas que hagan posible una mejor atención a la diversidad del alumnado y una formación adecuada a los inciertos retos del futuro, asumiendo su responsabilidad como docentes comprometidos con la formación de sus alumnos; el alumnado comprendiendo la necesidad de formarse, sintiéndose mejor atendido y comprobando sus avances; y las familias, dándole más importancia a la formación de sus hijos y a la tarea docente.
Es difícil, muy difícil, pero creo que es el único camino para llegar a algo que se parezca a la etérea “calidad”.
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